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El doctor Beltrán es un fotógrafo bogotano, hace mucho tiempo viajó a Cartagena por unas carreteras que allá se estaban construyendo y como esas construcciones duran tanto tiempo, allá se conoció y se enamoró de Clara. Ese matrimonio le dio vida a Héctor Jaime Beltrán, mi esposo y actual desaparecido en la retoma del palacio de justicia.

 

Veintidós años después en Bogotá me encontraba yo, Pilar Navarrete, con catorce años, entrando a un colegio en Soacha. Allá conocí a una niña igual de altanera y loca que yo, nos caímos muy mal pero como vivíamos en la misma urbanización y estudiábamos en el mismo colegio, nos obligaron a hacer “Toque de queda” juntas, una obra de teatro.

 

Yo no tuve problema, pero los papás de ella sí, eran tan estrictos que nos hicieron ensayar en la casa de ella porque no la dejaban salir. Entonces allá llegué y comenzamos a ensayar, yo hacía de un hombre rebelde que luchaba por mis derechos, todo el ensayo iba bien hasta que llegó Héctor, ahí lo conocí, él sin camisa y yo actuando de hombre revolucionario. Quedé fría y no reaccioné, solo veía lo simpático que era. Él por el contrario entró a escena y me dijo cómo debía actuar. A mí en el momento me dio rabia pero igual lo hizo muy bonito, entonces no le dije nada.

 

Cuando salimos de su casa, mi mejor amiga y yo nos fuimos a comer algo y nos gastamos la plata del transporte, luego nos paramos al borde de la calle y comenzamos a “echar dedo a los carros” para que nos llevaran cinco cuadras más adelante. Mientras esperábamos alguno que nos hiciera el favor, llegó Héctor por mis espaldas y lo escuché decir: “las niñas lindas no deben hacer eso porque es peligroso, las niñas que son juiciosas le piden a alguien que les dé para el bus o se van a pie”, yo me puse roja y no supe que decir, él paró un carro de los que van al batallón de Tolemaida, donde él militaba y nos llevó a la casa. Desde ese día comencé mi singular historia con el costeño, salsero que marcó mi vida.

En otras circunstancias esta sería una historia de amor normal, una mujer de 20 años enamorada de uno de 28 que tienen tres hijas pequeñas y buscan cómo vivir bien con ellas, pero no, así no fue.

 

En 1984, Héctor andaba sin trabajo y yo había quedado embarazada de la cuarta niña. Entonces, por esos días Cecilia, una prima, me avisó que al novio de ella le habían dado en arriendo una cafetería dentro del Palacio de Justicia. Era el papá de Alejandra Rodríguez, Carlos Rodríguez. La cafetería era independiente.

 

—Pili mira, el sueldo es el mínimo, pero las propinas ¡ni te las imaginas! Es que son magistrados los que van a atender ahí —dijo mi prima con sinceridad.

 

Entonces analizamos la propuesta y resultaba muy buena, pues a nosotros nos gustaba mucho saber que teníamos los fines de semana libres para pasarlo con nuestras hijas. De hecho, Héctor y yo teníamos un plan todos los viernes, nos encantaba ir a comprar pollo al PPC de la calle 17 con carrera 10, era el pollo más rico que conocíamos. Lo comprábamos y se lo llevábamos a las niñas hasta Soacha, donde vivíamos.

 

Pasados unos meses, a Héctor le estaba yendo muy bien, se ganaba en propina lo que hoy representarían cuarenta mil pesos diarios, yo incluso lo acompañaba algunas veces y saludaba a todos los que trabajaban ahí, a Carlos, a Cecilia, a Ana Rosa y otros más que habían entrado recientemente. Para esos meses yo ya sabía que a Héctor le gustaba llevarse fotos al Palacio, se las mostraba a los magistrados y sus amigos, las regalaba o las botaba, yo ni sabía.

 

—Pili, ya no puedes entrar al Palacio, no están dejando ingresar sin permiso a nadie porque encontraron a unos hombres con unos planos del palacio de justicia y parece que son del M-19 —me dijo Héctor, al año y unos meses de haber entrado como mesero en la cafetería.

 

Desde ese día acordamos que lo llamaría entre las 10 y las 11 de la mañana cuando quisiera saludarlo, pues como el teléfono quedaba justo afuera del restaurante y el trabajo pesado comenzaba a las 11:30, era mejor estar en contacto antes de esa hora.

 

Para inicios de noviembre de ese mismo año, yo había mandado a revelar unas fotos que les habíamos tomado a las niñas con los disfraces que mi mamá y yo les habíamos hecho para el 31 de octubre. Cuando mi mamá me las dio, se las mostré a Héctor por la noche, él me dijo que si se la podía prestar para mostrársela a Prefecta Pereiro, una congresista costeña como él que le había prometido ayuda para conseguir una casa, el sueño que ambos teníamos. Esa noche me negué varias veces porque yo ya sabía cuál sería su paradero y esas fotos me parecían muy bonitas. De todas maneras él insistió, en la mañana me hizo caras de tristeza a ver si me conmovía, yo lo miré seriamente y le dije:

 

—Arrodíllate, pon la mano en el corazón y repite después de mí. —Él se arrodilló, y al pie de la letra, repitió mis palabras —. Yo, Héctor Jaime Beltrán, juro que si boto la foto, no vuelvo.

 

Y no volvió. Ese día desapareció en la toma y retoma del Palacio de Justicia.

 

 

 

Y no volvió...

“Mi caso particular, el de él y sus once compañeros. Me gusta hablar de todos, porque yo los quiero a todos por igual.”

A través de acompañamientos psico-sociales a familiares de víctimas de desaparición forzada, inicialmente desde la narración de su testimonio y la gestión de papeles legales que necesiten legalizar las personas de regiones lejanas a Bogotá debido a la comprensión de la dificultad que general las distancias.

Pilar Navarrete participa en diferentes organizaciones como FASOL, ASFADDES, MOVICE, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y ESIAF.

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